miércoles, 30 de julio de 2014

sobre poesía y traducción: los sonidos del planeta


En el número de julio y agosto de Quimera colaboro con un pequeño artículo, dentro de la sección El apuntador. Se me había propuesto hablar de mis experiencias como traductor de poesía, y tras pensar no mucho sobre el enfoque y el tema, decidí hablar sobre mi más reciente trabajo en ese sentido: la versión al español de Rompiente de Jorie Graham, publicada por Bartleby Editores hace unos meses. Esta breve crónica o reflexión se titula "Los sonidos del planeta" y aquí podéis leerla.




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LOS SONIDOS DEL PLANETA

                                                                                                          Is Eden´s innuendo
                                                                                                                                             ‘If you dare’?

                                                                                                                      Emily Dickinson

“There are sounds the planet will always make, even / if there is no one to hear them”, escribe Jorie Graham en los compases finales de Sea Change (2008). “Hay sonidos que el planeta siempre hará, incluso / si no hay nadie para oírlos”, traduje en la versión bilingüe que Bartleby Editores ha publicado en marzo de este año con el título de Rompiente. Una lectora que se sintió muy impresionada por esos versos, la poeta Alba Ceres Rodrigo, me dijo en una red social: “Jorie Graham ha escuchado esos sonidos, yo creo que tú también, y nos habéis avisado”.

De los elogios que he tenido la rara suerte de recibir como traductor, quizá sea este el que más desearía creer, por la exactitud con que revela una clave: quien traduce poesía debe ante todo escuchar, aprender con paciencia a sintonizar, vibrar en la misma frecuencia que el poema. No diseccionar su lenguaje, sino habitarlo para rehabitarlo en otro idioma. Dicho así, parece una fórmula pseudomística; pero aludo a un aprendizaje muy concreto, con sus altibajos, sus ritos de paso, sus frustraciones, sus vertiginosas alegrías –solo comparables a las de la propia creación, en sus momentos más felices– cuando la comunicación de repente se reestablece. Con Jorie Graham, tardé más de cuatro años en encontrar el modo de ecualizar sus textos para que sonaran en español. Uno comienza a traducir poesía por arrogancia (la de pensar que puede hacerlo mejor que otros: eso me empujó a intentar mis propias versiones de Dickinson, con diecinueve años) y termina descubriendo que la única vía para hacerlo es la humildad. Humility is endless, escribió Eliot; y traducir es una labor infinita.

Hay dos extremos en la recepción de poesía traducida: quienes buscan que la versión sea poética, intensa como un poema escrito en nuestro idioma, y quienes buscan una estricta reproducción, una llave sólida para entrar en el original. Creo que un buen trabajo debe respetar a ambos tipos de lector. La “fidelidad” fue mi prioridad en los primeros años de trabajo con Sea Change; la insatisfacción, su resultado. Cuando en septiembre de 2013 pude entrar en contacto con la autora, comencé a sintonizar de otro modo. Respondía a todas mis dudas –en un principio, casi exclusivamente lingüísticas– con un lenguaje tan torrencial y al mismo tiempo preciso, milimétrico, como el de sus propios poemas. A veces respondía con fotografías (“mira, es este tipo de paisaje”), a veces con prolijas descripciones de su proceso mental al escribir. Y siempre con consejos que sugerían qué era para ella lo importante, lo que bajo ningún concepto podía perderse en la versión. No te obsesiones con la literalidad, sigue tu instinto, toma todas las libertades que necesites, estos poemas son difíciles pero están llenos de emoción, debes serpentear (“snake through it”) y hacer que fluyan. Muy poco a poco, cambió mi perspectiva. Cambié el título del archivo de Word de “Sea Change (español)” a “Sea Change (color, música, fluido)”, y procuré que esas tres palabras me guiaran como un mantra para transformar cada uno de los poemas. Tres palabras para recordar de lo que carecían aquellas versiones previas, tan fieles como rígidas. Ecualizar el balance entre ganancia y pérdida, o –por qué no decirlo con palabras de Lou Reed– entre magic and loss: la magia que se pierde de forma inevitable en un momento determinado, por los intersticios de dos idiomas tan diferentes como el inglés y el castellano, debe ser recuperada en algún otro momento. No reproducir, sino dejarse contagiar por las técnicas que Graham, profesora de Retórica en Harvard, despliega a lo largo de los poemas con una audacia formal exquisita, y atreverse a servirse de ellas. Desviaciones de la literalidad que en pequeñas dosis pudieran recrear la música (sonora y semántica) sin traicionar el sentido, a las que la autora asentía con sorprendente entusiasmo, incluso en el mismo título del libro, Rompiente, contagiando así de este fiebre controlada hasta la raíz misma de la traducción.

Eduardo Moga leía, en la presentación del libro en Madrid, el comienzo de uno de los poemas traducidos cuando Jorie, sentada a mi lado, de pronto me apretó discretamente el brazo. Consciente de que no habla español, le advertí sobre el título de la composición: “This is ‘Embodies’!”, en voz muy baja. “I know”, me susurró, con una firme y generosa sonrisa. Fui, en ese breve instante, el traductor más feliz del mundo. ¿El más iluso, también? Sin duda. Pero ese momento de complicidad, nadie sabrá nunca si real o imaginaria, recompensa con creces el riesgo de atreverse a traducir poesía.



(De izquierda a derecha: Eduardo Moga, Jorie Graham, R.M. y Mark Strand, durante la presentación de Rompiente en La Casa Encendida)




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