En el número de julio y agosto de Quimera colaboro con un pequeño artículo, dentro de la sección El apuntador. Se me había propuesto hablar de mis experiencias como traductor de poesía, y tras pensar no mucho sobre el enfoque y el tema, decidí hablar sobre mi más reciente trabajo en ese sentido: la versión al español de Rompiente de Jorie Graham, publicada por Bartleby Editores hace unos meses. Esta breve crónica o reflexión se titula "Los sonidos del planeta" y aquí podéis leerla.
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LOS SONIDOS DEL PLANETA
Is Eden´s innuendo
‘If
you dare’?
Emily Dickinson
“There are sounds the planet will always make, even /
if there is no one to hear them”, escribe Jorie Graham en los compases finales de Sea Change (2008). “Hay sonidos que el planeta siempre hará, incluso /
si no hay nadie para oírlos”, traduje en la versión bilingüe que Bartleby
Editores ha publicado en marzo de este año con el título de Rompiente. Una lectora que se sintió muy
impresionada por esos versos, la poeta Alba Ceres Rodrigo, me dijo en una red
social: “Jorie Graham ha escuchado esos sonidos, yo creo que tú también, y nos
habéis avisado”.
De
los elogios que he tenido la rara suerte de recibir como traductor, quizá sea
este el que más desearía creer, por la exactitud con que revela una clave:
quien traduce poesía debe ante todo escuchar, aprender con paciencia a
sintonizar, vibrar en la misma frecuencia que el poema. No diseccionar su
lenguaje, sino habitarlo para rehabitarlo en otro idioma. Dicho así, parece una
fórmula pseudomística; pero aludo a un aprendizaje muy concreto, con sus
altibajos, sus ritos de paso, sus frustraciones, sus vertiginosas alegrías –solo
comparables a las de la propia creación, en sus momentos más felices– cuando la
comunicación de repente se reestablece. Con Jorie Graham, tardé más de cuatro
años en encontrar el modo de ecualizar
sus textos para que sonaran en
español. Uno comienza a traducir poesía por arrogancia (la de pensar que puede
hacerlo mejor que otros: eso me empujó a intentar mis propias versiones de
Dickinson, con diecinueve años) y termina descubriendo que la única vía para
hacerlo es la humildad. Humility is
endless, escribió Eliot; y traducir es una labor infinita.
Hay
dos extremos en la recepción de poesía traducida: quienes buscan que la versión
sea poética, intensa como un poema escrito en nuestro idioma, y quienes buscan
una estricta reproducción, una llave sólida para entrar en el original. Creo
que un buen trabajo debe respetar a ambos tipos de lector. La “fidelidad” fue
mi prioridad en los primeros años de trabajo con Sea Change; la insatisfacción, su resultado. Cuando en septiembre
de 2013 pude entrar en contacto con la autora, comencé a sintonizar de otro
modo. Respondía a todas mis dudas –en un principio, casi exclusivamente
lingüísticas– con un lenguaje tan torrencial y al mismo tiempo preciso,
milimétrico, como el de sus propios poemas. A veces respondía con fotografías (“mira, es este tipo de paisaje”), a
veces con prolijas descripciones de su proceso mental al escribir. Y siempre
con consejos que sugerían qué era para ella lo importante, lo que bajo ningún
concepto podía perderse en la versión. No te obsesiones con la literalidad,
sigue tu instinto, toma todas las libertades que necesites, estos poemas son
difíciles pero están llenos de emoción, debes serpentear (“snake through it”) y hacer que fluyan. Muy poco a poco, cambió mi
perspectiva. Cambié el título del archivo de Word de “Sea Change (español)” a “Sea
Change (color, música, fluido)”, y procuré que esas tres palabras me
guiaran como un mantra para transformar cada uno de los poemas. Tres palabras
para recordar de lo que carecían aquellas versiones previas, tan fieles como
rígidas. Ecualizar el balance entre ganancia y pérdida, o –por qué no decirlo
con palabras de Lou Reed– entre magic and
loss: la magia que se pierde de forma inevitable en un momento determinado,
por los intersticios de dos idiomas tan diferentes como el inglés y el castellano,
debe ser recuperada en algún otro momento. No reproducir, sino dejarse
contagiar por las técnicas que Graham, profesora de Retórica en Harvard,
despliega a lo largo de los poemas con una audacia formal exquisita, y
atreverse a servirse de ellas. Desviaciones de la literalidad que en pequeñas
dosis pudieran recrear la música (sonora y semántica) sin traicionar el
sentido, a las que la autora asentía con sorprendente entusiasmo, incluso en el
mismo título del libro, Rompiente, contagiando
así de este fiebre controlada hasta la raíz misma de la traducción.
Eduardo
Moga leía, en la presentación del libro en Madrid, el comienzo de uno de los
poemas traducidos cuando Jorie, sentada a mi lado, de pronto me apretó
discretamente el brazo. Consciente de que no habla español, le advertí sobre el
título de la composición: “This is ‘Embodies’!”,
en voz muy baja. “I know”, me susurró,
con una firme y generosa sonrisa. Fui, en ese breve instante, el traductor más
feliz del mundo. ¿El más iluso, también? Sin duda. Pero ese momento de
complicidad, nadie sabrá nunca si real o imaginaria, recompensa con creces el
riesgo de atreverse a traducir poesía.
(De izquierda a derecha: Eduardo Moga, Jorie Graham, R.M. y Mark Strand, durante la presentación de Rompiente en La Casa Encendida)