Y a ellos, los humanos, los pierde su cobardía ante la orfandad. Les
pierde la falta de discriminación entre su ser político (y su legitima
necesidad de una moral reguladora) y aquel miedo a saberse ellos mismos
condensaciones de la energía universal, miedo a ese instante en que
pudiera ocurrir que tuviesen que responder con todo lo que son. Su miedo
a ver. Un miedo que les ciega.
La mirada se derrama. Como el agua. Y pasa, siempre pasa. Acarrea materiales, adquiere la tonalidad de los minerales; éstos alteran su sabor, pero no su naturaleza.
No hay mirada que no modifique el campo del mirar.
Hay un mirar que da, y otro mirar que quita. El mirar que da es aquel
que no sólo contempla lo que hacemos, sino que también se ocupa del
objeto de esa acción. Es un mirar que aumenta la pulsión del gesto y lo
acompaña. En cambio, el mirar que quita es el mirar crítico, aquel que
cuando se dirige hacia nosotros nos despoja de la energía que nos hace
ser lo que somos. Disminuimos. Se hace fuerte el que mira y nos somete.
Sufrimos entonces algo parecido a un desahucio. El cuerpo queda como una
cáscara, vaciado el dentro, abducido por la mirada ajena. Si el núcleo
no es resistente nos sentimos “perdidos”.
¿Qué es lo que de mí puede ser herido por las miradas? Aquello,
vulnerable, que no pertenece al núcleo, aquello que pertenece al mí. El
mí es lo inestable que recubre el núcleo. Materia de intercambio. De
fusión a veces (en el amor). El núcleo está a salvo. Las heridas son
agujeros en las capas intermedias, desgarros en la superficie,
mordeduras, absorción. Intercambios, al fín y al cabo.
Dar, antes de exponerse a la absorción: evitar la violencia de aquel
que necesita reforzar sus murallas, las capas múltiples que protegen su
núcleo como la grasa el hueso al que recubre y el hueso al tuétano.
Loa sentimientos: enlaces, hilos que forman red, relaciones entre nudos: universo. Los sentimientos afianzan el mí, lo confirman frente a otro. Despojada de los múltiples colores, sólo queda el brillo. La luz informe en la que nada puede verse porque nada hay que pueda verse: sin forma, no hay ningún algo, ningún mí, ningún otro, nada. Sin sentimientos, la energía es pura neutralidad.
No estoy lista aún para que recuperes del todo la visión. ¿No ves cuánta
confusión anida todavía en mi pecho, que me hace confundir, como por
necesidad, el objeto al que la llama se dirige con el propio fuego?
Ellos son excusas para arder, son el reto de las brasas, la madera para
la pira. Ellos -esos otros, esos seres a los que amamos con ese amor que
es deseo- son el señuelo. El fuego que no puede arder consume su propio
lecho. No confundamos el fuego con el combustible.
¿Qué es un sonido? Conocer un sonido... No se conoce un sonido tan solo oyéndolo. Conocer un sonido es
experimentarlo más allá de la materia expresada en la sonoridad, es ver
lo que construye, experimentar en el cuerpo el impacto de la forma
sonora.
Porosa. La membrana del núcleo es porosa. ¡Tan sólida, no obstante, en su porosidad!
Requerimos la expresión, y la expresión se queda dentro. No puedo decir, y aunque pudiese, no dicen las palabras lo que quiero decir. Releídas, me sueñan a tópicos condescendientes, trascendentes, falsamente místicos. Y no es eso.
Es hora de crear nuevos símbolos. Es hora, también, de largos silencios, de interiorización, de prudencia. Estar atento y formular la pregunta.
(imágenes: Russell Mills)