(Artículo publicado en el número 372 de Quimera, noviembre de 2014, dossier sobre Leopoldo María Panero)
(Imágenes: Joel-Peter Witkin)
TERROR, KITSCH Y PALIMPSESTO EN LA POÉTICA DE LEOPOLDO MARÍA
PANERO
por Rubén Martín
(I.)
Los lobos devoran al rey muerto
Pocos saltos hay tan extremos en la poesía española
reciente, en apariencia, como el que va desde la opera prima de Leopoldo María Panero Así se fundó Carnaby Street (1970) a sus inmediatamente posteriores
libros. Muy poco en esos “cuentos negros de hadas”, como los llamó Pere Gimferrer,
parece anunciar el desafío que propone al lector en el prólogo a su siguiente
trabajo, Teoría (1973), precedido por
una cita en latín de las Geórgicas de
Virgilio –alusiva al despedazamiento de Orfeo en manos de las bacantes–:
Poco o nada de mi experiencia te interesa: quieres saber tan solo de esa ficción que
se creó por intermedio de otro, esa entidad llamada <<autor>> que
te sirve para digerirme, esa imaginación pobre (<<Leopoldo María Panero>>) que ahora devoran unos perros. Hablemos, pues, de esa triste ficción,
del <<yo>>, lugar de lo imaginario. (…) Que esta persona que de sí mismo reniega, que
este texto que para celebrar su muerte establezco, que todo esto te ahorque por
fin a un lugar que no existe.
En su estudio El
genio y la locura, Philippe Brenot sostiene que la patología psicológica
resulta menos frecuente entre pintores y compositores que en el mundo de la
literatura, pues “la escritura es un
crimen para aspirar a la existencia”, y alude como argumento a la
proliferación de fenómenos de pseudonimia y heteronimia en este ámbito, apenas
anecdóticos en la música o las artes plásticas [i]: el escritor crea conflictivamente su propia
identidad mediante el lenguaje o, en
palabras de Foucault, escribe para “perder
el rostro”. En el mencionado
prólogo, Panero firma con insolencia la escena de dicho crimen:
… ese rey (el yo) ha muerto, se ha dejado
sucumbir para nacer de nuevo, es porque ese próximo libro, en que se realiza la
ceremonia alquímica de la destilación
(albedo) de la prima materia, se titula <<Los lobos devoran al rey
muerto>>. Otra interpretación –que es lo que gustas–: ese rey muerto
podría ser el mismo arte, que en esto que sigue se cuestiona desde dentro.
Estamos pues en el umbral que separa con violencia los
collages coloristas y melancólicos de Carnaby
Street, inspirados en “la inefable
rareza de la literatura infantil” [ii],
de una exploración sin apenas precedentes: la indagación consciente y metódica –desde dentro– de los vínculos entre
poesía y locura. No es posible obviar que la muerte del ‘yo’ biográfico (que se
convertirá en la ficción originaria de su siguiente libro, Narciso en el acorde último de las flautas, 1979: poemas escritos
por un muerto), la negación radical de un autor transparente que habría de
plasmar su ‘experiencia’ o su ‘esencia’ en los escritos, se sitúa justo en esta
porta nigra en la que Panero parece
decirnos: perded todo asidero los que entráis.
(II.)
Territorio del miedo
Pero ¿desde dónde explorar esos vínculos cuyos
filamentos parecen múltiples y se prolongan –del Fedro de Platón al esquizoanálisis, del ritual chamánico a los
manifiestos surrealistas– hasta los mismos orígenes de la cultura occidental? En
Antonin Artaud, el precedente más obvio de Panero como artista verbal con
diagnóstico de esquizofrenia y una relación conflictiva con la institución
psiquiátrica, la escritura del delirio se desarrolla en las intersecciones
entre cuerpo, lenguaje y psique, persiguiendo ”volver a las fuentes respiratorias, plásticas, activas del lenguaje,
oír las palabras como elementos sonoros y no por lo que gramaticalmente
expresan” [iii]. Una vertiginosa
corporeización del pensamiento, cuyo balanceo entre angustia y éxtasis transcurre
por lo radicalmente antiliterario y antisemántico: “Las personas que huyen de la vaguedad para buscar la precisión de lo
que pasa en su pensamiento, son unos cerdos. Todos los literatos son cerdos” (El Pesa-Nervios, 1925).
Por
el contrario, la puesta en lenguaje de la locura en Panero se nutre agresivamente
de la literatura, entendida como una red de citas; una locura ante todo textual, tejido de una araña que, como
en la metáfora que utilizó Deleuze para describir la novelística de Proust, es
un cuerpo sin ojos, sin nariz y sin boca, responde sólo a las vibraciones de
cada hilo para saltar sobre su presa [iv].
En las páginas de Teoría, un libro
aún de tanteo estilístico pese a sus descomunales momentos álgidos, se
encuentra un breve y desconcertante poema todavía deudor de las técnicas de su
primer libro, pero que al mismo tiempo inaugura un territorio. ‘Pasadizo
secreto’:
Oscuridad nieve buitres
desespero oscuridad nueve buitres nieve
buitres castillos (murciélagos)
os
curidad nueve buitres deses
pero nieve lobos casas
abandonadas ratas desespero o
scuridad nueve buitres des
“buitres”, “caballos”, “el
monstruo es verde”, “desespero”
bien planeada oscuridad
Decapitaciones.
En una primera lectura, pudiera parecer naïf e insustancial este torrente de imágenes
tópicas de la literatura de terror. La oscuridad, las ratas, las casas
abandonadas, los buitres, el mismo pasadizo secreto del título, no convocan sino
a lo que un estructuralista llamaría el “estilema” de la narrativa gótica:
imágenes reconocibles que extraídas del discurso donde pudieron haber sido
necesarias conforman el kitsch de lo
terrorífico. Palabras que de tan marcadas culturalmente remiten a lugares ya
transitados, sugieren de manera preconcebida –y desgastada por el uso– lo ominoso
u horrible. Pero la textura de estas reiteraciones hace asomar una estrategia
más compleja, basada en un extrañamiento que reactiva los lugares comunes. La
repetición obsesiva, la disolución de la unidad del verso mediante la fractura léxica,
transformando el ritmo de la lectura en una continuidad asfixiada, la variación
fonética que resalta el carácter físico del significante (nueve / nieve), culminan en esos enunciados entre comillas que
desnaturalizan más aún ese escenario previsible, mediante la consciencia de que
las palabras son siempre prestadas, un balbuceo de citas rescatadas de un lugar
desconocido o ya olvidado: “buitres”, “caballos”, “el monstruo es
verde”, “desespero”. El kitsch se
abre a una experiencia estética alterada al hacer explícito su carácter de
artefacto, de lenguaje imitativo y arrancado de contexto.
Así, la “bien
planeada oscuridad” de Panero en sus libros de los 70 y 80 tiene mucho de
puesta en escena que juega con los clichés del dark romanticism, de manera análoga a como lo harían contemporáneos
suyos como Diamanda Galás, que empleaba en sus actuaciones elementos de misa
negra, blasfemia y vampirismo, o Joel-Peter Witkin al fotografiar cadáveres,
hermafroditas o mutilados en densas composiciones barrocas. En los tres casos
se asume el riesgo de que la propuesta sea tomada como un arte inmaduro basado
en la provocación, por más que no haya nada más pueril o adolescente que
reducir las obras de estos artistas a su escenografía, como no pocos críticos
han hecho en sus respectivos ámbitos. El kitsch
de lo tenebroso, de lo grotesco, es tan solo un elemento más de una compleja
red de referencias que trazan una denuncia al sistema cultural: el individuo
físicamente monstruoso en Witkin, el enfermo de sida en Galás y el demente en
Panero como pharmakoi, chivos
expiatorios de la cultura occidental, expulsados del ámbito de la
representación:
Los ángeles cabalgan a lomos de una tortuga
y el destino de los hombres
es arrojar piedras a la rosa.
Mañana morirá otro loco:
de la sangre de sus ojos
nadie sino la tumba
sabrá mañana nada.
(Poemas del manicomio de Mondragón, 1987)
En el prólogo a su antología Visión de la literatura de terror anglo-americana (Felmar, 1977),
Panero asocia el nacimiento de la literatura de terror en el siglo XIX a la
definitiva implantación de la burguesía en el poder. Es el mismo momento en que
la demencia se conceptualiza como enfermedad en Occidente (finales del XVIII,
según Foucault). Tanto el terror como la locura se configuran como vacíos del
discurso racionalista, y como tales son excluidos y recluidos en los márgenes
de la literatura y de la sociedad respectivamente. Marginalidad que persiste en
nuestros días: ¿cómo afecta a nuestra recepción de estos poemas saber que quien
los escribe es un “loco”? ¿Por qué cuesta asumir una poética inspirada –entre
otros muchos referentes– en la literatura de terror? Según Panero este
paradigma funda el comienzo de un proceso irreversible en el cual “el
extrañamiento incluido en el arte ha de ser cada vez mayor, y mayor el riesgo
de locura contenido en ese arte”. Acercarse a los mecanismos de la demencia y el miedo supondría perforar
esa malla ideológica, descubriendo que lo que se asume como real no es sino un
símbolo, y a la vez asomándonos al abismo de lo no simbolizado:
El Terror anunciará ahora ese desgarramiento
que separa lo conocido de lo Desconocido, él dirá lo que se ha callado o lo que
se ha hecho callar. De esa otra realidad que circunda la frágil gota de la
nuestra hablarán ahora sólo dos catástrofes:
el pánico o la locura, o mejor, el pánico de la locura, de la región
completamente desimbolizada; en ambos casos se temerá lo que no está en el
símbolo vehiculado ideológicamente: de manera que quizá podría decirse que el
Terror es un sentimiento del símbolo, que la experiencia del Terror es el acto
fundador de la inteligencia.
Así, la locura se concibe en Panero como experiencia
textual: el poeta como araña cuya tarea es la de ejercer lo que Genette llamó transtextualidad, esto es, <<la trascendencia del texto: la manera que tiene un
texto de evadirse de sí mismo>> [v], dialogando con o enfrentándose a otros textos. La araña ciega
cuyos hilos son la extensión de su cuerpo carente de órganos, de un “yo-autor”
que la inserte en el discurso, prisionera y dueña de una tela que habla por
ella, la dice, y cuyo único
movimiento liberador es la expansión hacia lo desconocido:
Está sola la araña en el
telar del miedo
está sola y lucha contra las
estrellas del miedo
y canta, canta la araña canciones
al miedo
que dicen por ejemplo: el
miedo es una
mujer que camina descalza en
la nieve
en la nieve del miedo,
rezando, pidiendo a Dios de rodillas
que no haya sentido…
(‘Territorio del miedo’, Last river together, 1980)
(III.) La nutrición de los
perros finales
Pero el siglo XIX también vio nacer al kitsch como arte para la sociedad de
masas, copia degradada de lo sublime romántico para Hermann Broch, y que
Chantal Maillard relaciona con el término pantomima,
mímesis de todo, “artificiosa representación
de lo que en otras épocas era genuino” hermanada a una “atrofia de los sentidos”, consecuencia de la política de
mercado y la ideología capitalista [vi].
Para
un poeta como Leopoldo María Panero, que parte de una concepción extrema del
arte literario como reescritura (“toda la literatura no es sino una inmensa prueba de
imprenta y nosotros, los escritores últimos o póstumos, somos tan solo correctores de pruebas”), ser consciente del kitsch,
bordearlo, arriesgarse a caer en él, subvertirlo, se convierte en una tarea
ineludible para provocar ese sentimiento
del símbolo que subyace al terror y conduce a lo desconocido. El vértigo crece
si nos asomamos a lo imprevisible desde los márgenes de lo conocido, y el kitsch es en esencia la explotación del
efecto artificiosamente predecible. Mientras en su primer libro Así se fundó Carnaby Street la
exploración se realiza en el mundo de la literatura infantil (convertida en puro
kitsch a través de Disney y su
mercadotecnia), el cómic de superhéroes o la televisión, en sus obras
posteriores se opera una subversión más soterrada de los clichés de lo poético, mediante la violencia del
contraste y la descontextualización. Así, en Narciso hay un ajuste de cuentas con el kitsch en ‘Glosa a un epitafio (carta al padre)’, donde se
parafrasea un edulcorado poema de Leopoldo Panero [vii]
con
imágenes de horror, incesto paternofilial y necrofilia: “solos los dos, y amándonos / sobre el lecho de la pausa, como se aman
los muertos (…), / aquí, ¿debajo o por encima? de esta piedra”, la piedra
bajo la cual se espera, en el epitafio original, “la resurrección de la carne”, convertida aquí en abyecto escenario
de una cópula con el padre transexualizado: “solos
tú y yo, mi amada, / aquí, bajo esta piedra”.
Otra desautomatización
del kitsch se produce mediante determinados
vocablos cargados de presupuesto valor poético,
que remiten de forma artificiosa al registro de lo lírico. De ahí la insistente
presencia de imágenes hipercodificadas como la rosa (y, sobre todo a partir de
los 90, animales simbólicos como el ciervo, el águila o el sapo), que integradas
en un contexto de sordidez recobran una extraña sugestión: “La aguja dibuja lenta / algún ciervo entre mis venas / cuando el
veneno entra en sangre / mi cerebro es una rosa” (Heroína y otros poemas, 1992), O la palabra “alma”, reiterada en no pocos poemas: un concepto que en Leopoldo
María Panero –cuya cosmovisión deriva de Nietzsche, Hegel y Lacan– sólo se
explica como huella de una ideología gastada de lo poético que ha de subvertirse
mediante imágenes de horror alucinatorio: “Dos
atletas saltan de un lado a otro de mi alma / contentos de que esté tan vacía
(…) / Y se repartirán los huesos de mi alma. / Mi alma. Mi / hermano muerto
fuma un cigarrillo junto a mí” (‘El circo’, en Narciso…) [viii].
El imaginario romántico y las categorías heredadas irreflexivamente por la
tradición desde el dolce stil nuovo y
el petrarquismo sirven de pasto de la destrucción y la nihilización; o más
propiamente como elementos primarios de esa transformación alquímica mencionada
en los prólogos de Teoría y El último hombre [ix],
capaz de extraer de la putrefacción lo
nuevo:
Y pregunté
—te pregunté entonces—: «Será mi alma
buen alimento para perros?» Y contestaste: «no esperes
que ella sirva para otra cosa: fue creada
y pensada lo mismo que tu cuerpo y huesos para
nutrición de los perros finales —lo mismo
que tu palabra». «Y ¿nada he de esperar?» «Nada».
Y vi cómo espadas y corazas y yelmos
surgían sobre el campo más yermo.
Y me olvidé.
(‘Eve’, Narciso en el
acorde último de las flautas, 1979)
(IV.) Mientras
tejías alguien destejía
La locura como experiencia
textual, hemos dicho: la destrucción del yo-autor profetizada en el preámbulo a
Teoría tendrá como estrategia, en los
libros posteriores, la relectura y recreación de otras voces, otros textos.
Como señala Rodríguez de Arce “la palabra
poética de Panero aparece dividida en sí misma y de sí misma; las otras voces
matan la voz y mueren bajo la voz del poeta (…). El no ser del madrileño
consiste en ser a través de todos los poetas que constituyen su vastísima
bibliografía personal” [x].
Si bien
la transtextualidad es un fenómeno que está en la misma matriz del hecho literario, en Panero los
mecanismos de alusión directa e indirecta, plagio, cita apócrifa, pastiche, etc.
cobrarán progresivamente –en especial, a mi juicio, hasta El último hombre (1983)– una recurrencia paroxística, insólita en
la poesía española. Este diálogo obsesivo con lo ya dicho, en contraste con otras
prácticas intertextuales presentes en los poetas de su generación y
posteriores, se convierte en un acto de violencia, de torsión y apoderamiento
de otros textos, y en última instancia conforma una visión de la literatura
como demencia colectiva.
Más que las referencias a autores de los
siglos XIX y XX (con Poe, Carroll, Trakl, Eliot y Pound como presencias más
insistentes), especialmente sintomática de esta violencia es la apropiación y
reelaboración de textos pertenecientes a los momentos fundacionales de la poesía
occidental: los líricos grecolatinos y los trovadores provenzales. Una inocente
cantiga de Giraut de Espanha puede integrarse en un tenebroso canto al poder de
la droga, entre alusiones a Marcel Schwob y Thomas de Quincey (“per amor soi gai / alegría de la nada”,
en ‘Condesa morfina’, de Teoría), o
el célebre verso de Guillem de Peitieu “farai
un vers de dreit nien” (“haré un poema sobre absolutamente nada” o “desde
la pura nada”) actualizar su sentido, transformándose lo que en el texto
original era una ironía desencantada sobre el amor cortés [xi]
en un mallarmeano enfrentamiento del lenguaje con la néant: “he muerto y sé mi
nombre, sé / faire un vers de dreit nien” (‘De cómo Ezra Pound entró en el
reino de los muertos, partiendo de mi vida’, de El último hombre).
Esta torsión del sentido, que redescubre la
modernidad de textos pretéritos, alcanza su mayor fuerza subversiva en Dioscuros (1982). En un momento en que
la presencia clásica en las letras españolas había derivado no pocas veces
hacia vaporosas idealizaciones de la antigua Grecia, bacanales romanas con aire
de cine erótico de los años setenta o actualizaciones urbanas de tópicos
literarios dignas de un taller de poesía –de nuevo, el kitsch: imitaciones trivializadas, aplaudidas además como Alta Literatura–,
Panero reescribe entre líneas los epigramas grecolatinos para desvelar, como en
un palimpsesto magullado o semidestruido, los signos de una civilización sumida
en un crepúsculo de amoralidad, sadismo y perversión:
Cuando por fin, Alcmanes, amor nos declaramos (…)
no
en un árbol quisimos grabar aquella unión
y
que fuera la driada del único portento
testigo
vano y mudo, pues detesto a los dioses:
en
medio de aquel bosque tropezamos a un niño
y
en su espalda rosada, con fuego,
lentamente
escribimos los nombres.
No es la tan recreada decadencia romana o griega lo que subyace a este mosaico de voces
anónimas, sino un nihilismo áspero, cruel y turbador, que emerge desde las
formas reconocibles de los orígenes de la lírica occidental: “Recuerdas que en el día / feroz en que muriera
/ la suave Cipria de quien tan dulcemente / en las noches de estío con la boca
abusábamos ambos / unimos nuestra orina en el único vaso / y bebimos los dos
con la risa de un niño?”. La obra apocalíptica de Panero, obsesionada con
la idea de escribir el último libro, no concibe la literatura sino como simultaneidad
sin presente ni pasado, una red cuyos filamentos pueden ser destejidos, recombinados,
retorcidos para buscar una salida del “estúpido
/ pero eficaz laberinto” [xii]
de la razón, un agujero que desmienta la coherencia de la trama, llamémoslo
locura, terror o simplemente experiencia poética:
La lectura, y con ella el acto de escribir que
es su deudor y su “vasallo” real, y la literatura en su conjunto, son un sistema, del que los autores no son
sino parásitos. No hay para ella “historia” lineal e irreversible de la
literatura, sino sólo un espacio sincrónico, infinitamente reversible; no hay
estructura lineal, sino de tejido, en
el que cada elemento, cada costura indica la dirección de todos ellos.
(Prólogo a Visión de la literatura de terror
anglo-americana, 1977)
[ii] La expresión es del propio Panero, en el prólogo a su
traducción de Peter Pan de James M.
Barrie, Libertarias, p. 13.
[iii] Virginia E.
Zuleta, “Escribir con Artaud: aproximaciones deleuzianas”, VIII Congreso
Internacional de Teoría y Crítica Literaria Orbis Tertius, Universidad Nacional
de La Plata. Enlace : http://citclot.fahce.unlp.edu.ar/viii-congreso
[iv] Gilles
Deleuze, ‘Présence et
fonction de la folie: l'Arraignée’, en Marcel Proust et les signes, Presses Universitaires de France,
1976.
[vii] “Ha muerto / acribillado por los besos
de sus hijos, / absuelto por los ojos más dulcemente azules / y con el corazón
más tranquilo que otros días, / el poeta Leopoldo Panero, / que murió en la
ciudad de Astorga / y maduró su vida bajo el silencio de una encina. / Que amó
mucho, / bebió mucho, y ahora,/ vendados sus ojos, / espera la resurrección de
la carne / aquí, bajo esta piedra”. Cfr. Túa Blesa, Tránsitos.
Escritos sobre poesía. Tirant lo Blanch, 2004.
[viii] Cuanto menos elocuente es esta personal visión
materialista del concepto de alma: “Existe,
en efecto, una tortura conocida hasta ahora como ‘suplicio de los pantalones’,
la aniquilación de esa defensa que es el vestido y el traje, encargada de
proteger lo que en proxemia se llama el ‘territorio’: en otras palabras el
halo, el alma, el campo bioeléctrico que sella nuestra identidad”. Prólogo
a Heroína y otros poemas, Libertarias,
1992.
[ix] “El libro que he
realizado, El último
hombre, que es una leyenda alquímica
representativa de la primera fase de la obra, también llamada nigredo (oscurecimiento) o Putrefactio
(putrefacción)”. Prólogo a El último
hombre, Libertarias, 1984.
[x] Ignacio Rodríguez de Arce, “Poética de la
intertextualidad en Leopoldo María Panero”, Ogigia,
revista electrónica de estudios hispánicos, 6, 2009, pp. 32-33.
[xi] “Farai un vers de dreyt nien: / non er de mi
ni d'autra gen, / non er d'amor ni de joven, / ni de ren au, /
qu'enans fo trobatz en durmen / sus un chivau” (“Haré un poema sobre absolutamente nada: / no irá de mí ni de otra
gente, / no irá de amor ni juventud, / ni cosa alguna; / pues así lo compuse
durmiendo / sobre un caballo”, traducción mía).