(Imagen: Jaroslaw Kubicki)
EL HOMBRE POLILLA
Aquí,
arriba,
las
grietas de los edificios se rellenan con luz de luna machacada.
La sombra entera del Hombre no es mayor que su sombrero.
Yace a
sus pies como un pedestal en círculo para una muñeca,
y él
crea una aguja invertida, punta magnetizada hacia la luna.
No
ve la luna; observa sólo sus vastas posesiones,
siente
su extraña luz sobre sus manos, ni cálida ni fría,
de una
temperatura irregistrable por los termómetros.
Pero
cuando el Hombre Polilla
tributa
sus raras, aunque periódicas, visitas a la superficie,
la luna
le parece diferente. Él emerge
de una
rendija bajo el borde de una de las aceras
y
nerviosamente empieza a escalar los muros de los edificios.
Cree
que la luna es un pequeño agujero en lo alto del cielo,
demostrando
que el cielo no sirve de protección.
Se
estremece, pero debe investigar trepando hasta donde pueda.
Por las
fachadas,
arrastrando
tras de sí su sombra como un paño de fotógrafo
escala
con temor, pensando que esta vez sí llegará
a meter
su pequeña cabeza en esa limpia y redonda abertura
y
atravesarla, como a través de un tubo, hecho volutas negras en la luz.
(El
hombre, quieto debajo de él, no tiene esas ilusiones.)
Pero el
Hombre Polilla debe hacer lo que más teme, aunque
fracase,
por supuesto, y caiga asustado y por completo indemne.
Después vuelve
a los
pálidos túneles de cemento a los que llama hogar. Aletea,
revolotea,
y se sube a los trenes silenciosos sin tiempo
de
acomodarse. Las puertas se cierran muy deprisa.
El
Hombre Polilla se sienta siempre en sentido contrario
y el
tren arranca de golpe a toda máquina, velocidad terrible,
sin
cambiar de marchas ni aumentar gradualmente.
No
puede calcular cómo de rápido viaja hacia atrás.
Cada noche debe
viajar
por galerías artificiales y soñar sueños recurrentes.
Como
los tirafondos bajo el tren, aquellos se repiten por debajo
de su
mente acelerada. No se atreve a mirar por la ventana,
pues el
tercer raíl, la incesante corriente de veneno,
pasa
allí a su lado. Lo concibe como una enfermedad
a la
que es susceptible por herencia. Debe mantener
las
manos en los bolsillos, como otros llevan bufandas.
Si lo alcanzas,
acerca
una linterna a sus ojos. Son solo pupila negra,
una
noche entera en sí misma, cuyo horizonte de vello se estrecha
al
mirarte, y de pronto cerrarse. Luego desde los párpados
su
única posesión, una lágrima, como aguijón de abeja, se desliza.
Furtivamente
la atrapa, y si no prestas atención
se la
traga. Pero si miras, la ofrecerá en la palma de su mano,
fresca
de manantiales subterráneos y tan pura como para beberse.
***
Here,
above,
cracks in
the buildings are filled with battered moonlight.
The whole
shadow of Man is only as big as his hat.
It lies at
his feet like a circle for a doll to stand on,
and he
makes an inverted pin, the point magnetized to the moon.
He does not
see the moon; he observes only her vast properties,
feeling the
queer light on his hands, neither warm nor cold,
of a
temperature impossible to record in thermometers.
But when the Man-Moth
pays his
rare, although occasional, visits to the surface,
the moon
looks rather different to him. He emerges
from an
opening under the edge of one of the sidewalks
and
nervously begins to scale the faces of the buildings.
He thinks
the moon is a small hole at the top of the sky,
proving the
sky quite useless for protection.
He
trembles, but must investigate as high as he can climb.
Up the façades,
his shadow
dragging like a photographer’s cloth behind him
he climbs
fearfully, thinking that this time he will manage
to push his
small head through that round clean opening
and be
forced through, as from a tube, in black scrolls on the light.
(Man,
standing below him, has no such illusions.)
But what
the Man-Moth fears most he must do, although
he fails,
of course, and falls back scared but quite unhurt.
Then
he returns
to the pale
subways of cement he calls his home. He flits,
he
flutters, and cannot get aboard the silent trains
fast enough
to suit him. The doors close swiftly.
The
Man-Moth always seats himself facing the wrong way
and the
train starts at once at its full, terrible speed,
without a
shift in gears or a gradation of any sort.
He cannot
tell the rate at which he travels backwards.
Each
night he must
be carried
through artificial tunnels and dream recurrent dreams.
Just as the
ties recur beneath his train, these underlie
his rushing
brain. He does not dare look out the window,
for the
third rail, the unbroken draught of poison,
runs there
beside him. He regards it as a disease
he has
inherited the susceptibility to. He has to keep
his hands
in his pockets, as others must wear mufflers.
If
you catch him,
hold up a
flashlight to his eye. It’s all dark pupil,
an entire
night itself, whose haired horizon tightens
as he
stares back, and closes up the eye. Then from the lids
one tear,
his only possession, like the bee’s sting, slips.
Slyly he
palms it, and if you’re not paying attention
he’ll
swallow it. However, if you watch, he’ll hand it over,
cool as
from underground springs and pure enough to drink.
(Elizabeth Bishop, "The Man-Moth".
Traducción: Rubén Martín.)
Traducción: Rubén Martín.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario