sábado, 8 de diciembre de 2012

2012, el año en que el mundo no terminó



 



2012, el año en que el mundo empezó a terminar, al menos el mundo tal como creíamos que podía seguir siendo para nosotros. Pero además del año en que se demostró la obsolescencia programada del "estado de bienestar", los derechos sociales y la soberanía de los gobiernos del sur de Europa, ha sido también una época extraordinariamente inspiradora a nivel artístico.

Empecemos por el cine. Una metáfora que concentra, con asfixiante precisión, la ausencia de conflicto real en que estamos atrapados: una muchedumbre furiosa que sacude y empuja de un lado a otro una enorme limusina, en cuyo interior insonorizado un multimillonario que se plantea comprar la Capilla Rothko entera divaga tranquilamente con su asesora acerca de economía. Es una de las escenas de Cosmópolis, película que nos devuelve al Cronenberg más incómodo, más extremo. Experto en traducir a imágenes libros inadaptables, el canadiense opta en esta ocasión no por una penetración oblicua en el universo del material original (como en los casos de Crash y El almuerzo desnudo), sino por una fidelidad casi suicida al ritmo, los diálogos y las situaciones concebidas por Don DeLillo en su imprescindible novela. Quizá sea sintomática la incapacidad de la crítica oficial para valorar esta densa obra, un análisis quirúrgico de las psicopatías del nuevo orden mundial y su contínua necesidad de autodestrucción.





Pero la nueva obra cinematográfica más impactante y renovadora que he tenido ocasión de ver en este 2012 es mérito de Leos Carax: Holy Motors. Siempre me fascinó aquella escena de Mulholland Drive (David Lynch, 2001) en que la meliflua aspirante a actriz interpretada por Naomi Watts es evaluada en un casting, y de repente vemos cómo durante la representación se crece hasta niveles de dramatismo y sensualidad insólitos, para después volver de repente a su tenue e infantiloide personalidad "real". Holy Motors, en cierto modo, es una evolución de este planteamiento llevada hasta sus últimas consecuencias. Cualquier intento de resumir su trama o sus implicaciones filosóficas es un ejercicio banal, pero podemos apuntar que la película de Carax inaugura un modo de relación con el espectador completamente distinto, en el que las vivencias más relevantes y profundas de la condición humana -amor, muerte, belleza, dolor- se muestran como productos de un interminable y desconcertante juego de máscaras y superficies, una mise en abîme tan hilarante como mortalmente seria. No recomiendo a quien no la haya visto todavía que pulse el play en este vídeo, dado que se trata de la penúltima secuencia del film, pero es sin duda de uno de los tramos de celuloide más alucinantes, subversivos y brutales que he visto jamás, en el que no pude dejar de reír a carcajadas de puro asombro. Una película monumental que redefine las posibilidades e imposibilidades del cine como arte.






En cuanto a los libros, aún me quedan muchas sorpresas de este 2012 por leer. Pero el territorio de la poesía española -el territorio de la poesía viva, cada vez más desapegado, por suerte, del imperio de lo banal, egotista y previsible- nos ha ofrecido como mínimo dos novedades de impacto que abren senderos no transitados: Ruido blanco de Raúl Quinto (La Bella Varsovia) y Caoscopia de Yaiza Martínez (Amargord). Dos poemarios muy diferentes que comparten la inquietud por la capacidad del lenguaje a la hora de representar una realidad mutante, esquiva, ahogada entre representaciones y artificios. La realidad del deseo como encuentro, como pulsión que pone en juego toda nuestra existencia, en la lírica rizomática de Caoscopia, y la (im)posibilidad de comunicación en un maremágnum de mensajes vacíos, de superficies inexpresivas y herméticas, en los textos asfixiantes e implacablemente lúcidos de Ruido blanco. Ambos libros proporcionan una emoción análoga: la de abrir las venas al mundo (Yaiza Martínez), la de disfrutar del poder del lenguaje para reestructurar, deconstruir y deshabitar los lugares comunes, lo que se nos quiere imponer como real. El poder de toda poesía merecedora tal nombre.






Y por último, la música: 2012 está siendo en mi opinión uno de los mejores años en cuanto a lanzamientos discográficos del nuevo milenio. Aún queda mucho por descubrir, pero dejando en un meritorio segundo plano los notables regresos de Dead Can Dance y Fiona Apple, los siempre interesantes Sigur Ros y Godspeed You! Black Emperor o la confirmación de The XX como uno de los proyectos recientes de pop melódico más estimables, destacaría cuatro retornos por todo lo alto de músicos de las anteriores décadas que han firmado este año obras extraordinarias. Por orden cronológico, la primera sorpresa ha sido Blues Funeral de Mark Lanegan Band, a mi juicio el mejor trabajo hasta la fecha de este veterano y carismático cantante. Disco posmoderno por su variedad de registros (desde el stoner rock al blues pasando incluso por la electrónica bailable, que contra todo pronóstico regala uno de los momentos más inspirados), pero casi arcaico en su concepción de la música como un diálogo íntimo, la complicidad directa de una voz inusualmente poderosa y emotiva que parece entregarse por completo en cada frase a sus oyentes.





Otra formación fundamental de los 90, Neurosis, han vuelto a la carga con Honor Found in Decay, tremebundo disco en el que el grupo de San Francisco sigue demoliendo los estándares del metal mediante su habitual estética del cataclismo. En cierto modo es un resumen de toda su carrera, en el que todos sus rasgos de estilo se muestran en su máxima potencia: los ritmos primitivos y terriblemente físicos, la densidad apocalíptica de los riffs, los temas épicos, rugosos e imprevisibles que envuelven en una contínua sensación de inminente desmoronamiento universal. Neurosis vuelven a escribir una banda sonora verosímil para el fin de los mundos.



Volvemos atrás en el tiempo a los años 80 para testificar el retorno de Swans con uno de los lanzamientos más ambiciosos de su larga e imprescindible carrera: The Seer. Un doble álbum en el que Michael Gira se rodea de una instrumentación imponente -cercana a la del mejor krautrock- para crear dos horas de extrema densidad sonora, un disco exigente, denso y sin concesiones (con temas de hasta más de 30 minutos), salvaje y dionisíaco, que ha impuesto su presencia en todas las listas de los discos más importantes del año.



Y por último, la sorpresa de Navidad de un músico aún más veterano y polémico. Nada menos que Scott Walker, que seis años después de The Drift -una de las indiscutibles obras maestras de la pasada década- firma otro prodigio, Bish Bosch. Muchos esperábamos un silencio aún más largo, por lo que este disco es un fantástico regalo navideño que forma un tríptico delirante junto a sus dos anteriores trabajos. Al igual que en ellos, Walker bucea en alma y cuerpo en la vanguardia musical más inclasificable, creando una música cuya única regla es la imprevisibilidad más absoluta, un universo sonoro en el que no solo puede ocurrir cualquier cosa, sino que uno tiene la certeza de que ocurrirá, tarde o temprano, en cada una de sus piezas.

Una buena forma de celebrar 2012, el año en que el mundo no terminó.