(Fotografía: Pierre Radisic, Corps célestes)
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<<¿Quién más en el mundo conoce algo como ‘el cuerpo’? Es el producto más tardío, el más largamente decantado, refinado, desmontado y vuelto a montar de nuestra vieja cultura. Si Occidente es una caída, como pretende su nombre, el cuerpo es el último peso, la punta extrema del peso que se vuelca en esta caída. El cuerpo es la gravedad. Las leyes de la gravitación conciernen a los cuerpos en el espacio. Pero ante todo el cuerpo pesa en sí mismo: en sí mismo ha descendido bajo la ley de esta gravedad propia que lo ha empujado hasta ese punto en que se confunde con su carga. Es decir, con su espesor de muro de prisión, o con su masa de tierra amontonada en la tumba, o bien con la pringosa rigidez de ropa usada, y para acabar, con su peso específico de agua y hueso – pero siempre, ante todo, a cargo de su caída, venido del éter, caballo negro, bestia de carga.
Arrojado de muy alto, por el Altísimo en persona, a la falsedad de los sentidos, a la malignidad del pecado. Cuerpo indefectiblemente desastroso: eclipse y caída fría de los cuerpos celestes. ¿No nos habremos inventado el cielo sólo para hacer que los cuerpos decaigan?
Sobre todo no creamos haber acabado con ello. Hemos dejado de hablar de pecado, tenemos cuerpos a salvo, cuerpos de salud, de deporte, de placer. Pero quién no es capaz de ver que con ello el desastre se agrava, pues el cuerpo está cada vez más sumido, más abajo y su caída es cada vez más inminente, cada vez más angustiosa. El ‘cuerpo’ es nuestra angustia puesta al desnudo.
Sí, ¿qué civilización ha podido inventar eso? El cuerpo tan desnudo, el cuerpo en fin…
Extraños cuerpos extraños, dotados de Ying y de Yang, de un Tercer Ojo, de Campos de Cinabrio y del Océano de Soplos, cuerpos con incisiones, cincelados, marcados, tallados a modo de microcosmos o de constelaciones: ignorantes del desastre. Extraños cuerpos extraños, eximidos del peso de su desnudez y abocados a concentrarse en sí mismos, bajo sus pieles saturadas de signos, hasta la retracción de todos los sentidos en un sentido insensible y blanco, cuerpos liberados en vida, remates puros de una luz propia eyaculada.
Ciertamente, ninguna de sus palabras nos habla de nuestro cuerpo. El cuerpo de los blancos, el cuerpo que ellos encuentran pálido, siempre a punto de propagarse, en vez de recogerse, sin marca alguna, ni cortadura, ni incrustación – este cuerpo les es más ajeno que una cosa extraña. A lo más una cosa…
Nosotros no hemos desnudado el cuerpo: lo hemos inventado, y él es la desnudez, y no hay otra, y lo que ella es, es ser más extraña que todos los extraños cuerpos extraños.>>
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<<Que se escriba no del cuerpo, sino el cuerpo mismo. No la corporeidad, sino el cuerpo. No los signos, las imágenes, las cifras del cuerpo, sino solamente el cuerpo. Eso fue, y sin duda ya no lo es, un programa de la modernidad. (…)
Escribir: tocar el extremo. ¿Cómo entonces tocar el cuerpo, en lugar de significarlo o de hacerlo significar? Uno está tentado de responder con prisa que o bien eso es imposible, que el cuerpo es lo ininscriptible, o bien que se trata de remedar o de amoldar el cuerpo a la misma escritura (bailar, sangrar…). Respuestas sin duda inevitables – sin embargo, rápidas, convenidas, insuficientes: una y otra vez hablan en el fondo de significar el cuerpo. directa o indirectamente, como ausencia o como presencia. Escribir no es significar.
Se ha preguntado: ¿cómo tocar el cuerpo? Puede que no sea posible responder a este ‘cómo’, como si de una pregunta técnica se tratara. Pero lo que hay que decir es que eso – tocar el cuerpo, tocarlo, tocar en fin – ocurre todo el tiempo en la escritura.
Puede que eso no ocurra exactamente en la escritura, si ésta tiene un ‘dentro’. Pero a orillas, al límite, en la punta, en el extremo de la escritura, no ocurre sino eso. Ahora bien, la escritura tiene su lugar sobre el límite. No le ocurre, pues, otra cosa a la escritura, si algo le ocurre, que tocar. Más precisamente: tocar el cuerpo (o más bien, tal o cual cuerpo singular) con lo incorporal del ‘sentido’. Y, en consecuencia, hacer que lo incorporal conmueva tocando de cerca, o hacer del sentido un toque.
(No sé de escritura que no toque. O bien, no es escritura sino informe, exposición o como se quiera llamar. Escribir toca el cuerpo, por esencia.)
Pero no se trata en absoluto de traficar con los límites y de evocar no sé sabe qué marcas que vendrían a inscribirse sobre los cuerpos, o qué improbables cuerpos vendrían a trenzarse con las letras. La escritura toca los cuerpos según el límite absoluto que separa el sentido de la una, de la piel y los nervios del otro. Nada transita y es eso lo que toca.
(…) La excripción de nuestro cuerpo, he ahí por donde primeramente hay que pasar. Su inscripción-afuera, su puesta fuera de texto como el movimiento más propio de su texto: el texto mismo abandonado, dejado sobre su límite. No es una ‘caída’, eso ya no tiene ni alto ni bajo, el cuerpo no está caído, sino completamente al límite, en el borde externo, extremo y sin que nada haga de cierre. Yo diría: el anillo de las circuncisiones se ha roto. No hay más que una línea in-finita, el trazo de la misma escritura excrita, que proseguirá infinitamente quebrada, repartida a través de la multitud de los cuerpos, línea divisoria de todos sus lugares, puntos de tangencia, toques, intersecciones, dislocaciones.
Ignoramos qué ‘escrituras’ o qué ‘excripciones’ se preparan a venir de tales lugares. Qué diagramas, qué retículas, qué injertos topológicos, qué geografías de multitudes.>>