domingo, 5 de agosto de 2012

un estudio sobre lo incomunicable: "Dans ma peau"





Dans ma peau (Marina de Van, 2002) es una de las películas más turbadoras y complejas que he tenido oportunidad de ver en estos últimos años. Es preciso advertir que, pese a tratarse de una experiencia cinematográfica en ocasiones extrema, en la que la directora es también protagonista y guionista -lo cual no es anecdótico y acerca la obra al terreno de la performance, dado el carácter literalmente visceral de algunas de sus secuencias-, se le ha atribuido un vínculo al "nuevo terror francés" que no le hace justicia: la comparación entre esta cinta y productos como Martyrs es bastante superficial. Se trataría en todo caso de un terror distinto, resultado de la exploración de lo inexpresable, lo crudo, lo radicalmente otro que se oculta en lo más íntimo e intransferible.

El argumento es sencillo y resumible en pocas líneas, aunque sus implicaciones y resonancias se prolonguen mucho más allá. Creo que será inevitable desvelar algunos puntos claves de la trama, así que recomiendo a quienes no la hayan hecho que la vean antes de proseguir la lectura si son especialmente sensibles a los spoilers, o -para los menos crédulos- que paren de leer justo en el momento en que su interés por la película se haya encendido lo suficiente como para sumergirse en la incómoda contundencia de sus noventa minutos.

Podría resumirse así: la protagonista es una joven entregada a su trabajo para una agencia de relaciones públicas, donde prepara informes con una dedicación casi artística. Nada parece indicarnos que sea infeliz, aunque pudiera haber algo irritante en su obstinación laboral. También parece disfrutar de una relación de pareja cómoda y sin conflictos. Hasta el momento en que se hiere accidentalmente la pierna, tras sentir el impulso de estar sola en una fiesta donde en un principio parece dispuesta a "hacer méritos" sociales para ascender en la empresa. A partir de esa herida desarrolla una relación cada vez más extraña y obsesiva con su cuerpo. Siente el impulso adictivo de hundirse en él, de experimentar con los límites del dolor y de la piel. Lo siente como algo ajeno y deseable, y ese deseo la obliga a poner en riesgo los que hasta ahora eran los pilares de su existencia social, e incluso su propia vida física.



Como puede apreciarse, este punto de partida no parece lejano a ciertos relatos fílmicos acerca de sexualidades alternativas, así como de lo que podría llamarse el "cine de la adicción". Es inevitable la analogía con ciertas obras de David Cronenberg, con las que Dans ma peau comparte incluso algunos rasgos estilísticos: una aparente austeridad formal, un tempo mesurado que se beneficia de un ajustadísimo metraje, y la opción del desenlace abierto y ambiguo. Sin embargo, mientras que en Cronenberg resulta fundamental la noción de contagio, la trasmisión vírica de una "patología" de unos individuos a otros que solo se comunican a través de ella, en la obra que nos ocupa la obsesión es autárquica y autista, empieza y acaba en el cuerpo de la protagonista, "en su piel". Se relaciona tan solo con ella misma: tras un frustrado intento de comunicar su descubrimiento -se automutila a escondidas en la oficina, y trata de contárselo a una compañera con una excitación casi adolescente, como quien confiesa algo sexual-, se da cuenta de que no puede compartir su obsesión, de que choca frontalmente con el asco, el miedo, la repulsión de quienes la rodean. A partir de ahí comienza a indagar más aún, preparando coartadas que expliquen sus heridas autoinfligidas o citas furtivas con su propio cuerpo: resulta inquietante ver cómo organiza sus encuentros consigo misma en habitaciones de hotel, con la meticulosa devoción de quien queda con su amante, y se entrega a su pasión con una animalidad cada vez mayor y más peligrosa.

Precisamente este sendero en apariencia masoquista ha permitido que también se compare este personaje con La pianista de Michael Haneke, sin demasiado acierto, aunque la analogía permite apreciar la muy superior categoría artística de la película de Marina de Van. Mientras que el director austríaco nos bombardea con un entorno represivo para explicar la perversión sexual del personaje interpretado por Isabelle Huppert (una madre devoradora, un ambiente cultural elitista e hipócrita, etc), nuestra autora traza las coordenadas de la "normalidad" con una sutileza casi quirúrgica. No hay ninguna coartada psicologista que justifique o explique la violenta forma en que Esther, la protagonista, se canibaliza a sí misma. Su trabajo la absorbe, pero no hasta el punto de verse asfixiada: parece satisfecha con él, percibe sus avances como logros personales y tiene la oportunidad de medrar. Se enfrenta al resentimiento de una compañera, que la considera una arribista, pero no se trata de un conflicto que parezca desestabilizarla emocionalmente. Su pareja es un hombre algo pueril, celoso y brusco, pero no hasta el punto de ser repulsivo: no resulta difícil imaginar que actuaríamos como él de estar en su situación. Ella parece quererlo y estar cómoda a su lado, pese a que es incapaz de compartir con él su autodescubrimiento. Incluso tiene relaciones sexuales con él después del accidente, situación que De Van resuelve con una pudorosa y clásica elipsis que denota la escasa relevancia que tiene para ella ese acontecimiento.



Pero el contraste entre esa vida convencional de clase media, esa normalidad tan perfectamente delimitada, y los encuentros de la mujer con su propio cuerpo, apasionados, brutales, sanguinarios, concentra en sí una fuerza estética que sobrecoge. La fricción entre ambos mundos se hace insostenible y pone en peligro su estatus laboral y personal. Ante las preguntas de su novio de por qué siente el impulso de automutilarse, ella responde "siempre buscas significados", frase profundamente sintomática del carácter presimbólico, irreductible al lenguaje, de su goce. Hay algo de ritualidad obsesiva en la manera en que la protagonista indaga en la experiencia de su cuerpo, como si solo pudiera llegarse a esa zona mediante un concienzudo acto de despojamiento, de oblicuidad, de rechazo, manifiesto en las posturas de sus miembros, el contacto con sus diferentes zonas corporales, el valor que cobran los objetos como herramientas o interruptores del flujo de la libido. Como espectadores asistimos con pasmo al agigantamiento del personaje en las secuencias en que se entrega a su obsesión: la oficinista, con sus intrascendentes logros y miserias, superficial y carente de interés, se convierte en un ser fascinante. Resulta casi imposible traducir a palabras, a conceptos, la experiencia física que Marina de Van pone ante la cámara con una implacable e insólita interpretación. Hay mucho de sexualidad narcisista, sin duda, en la forma en que se hiere, rasga su ropa, se embadurna en su sangre, muerde o sorbe sus heridas, acentuada por el carácter furtivo del que hemos hablado. También de abyección, en el sentido que dio Julia Kristeva a este término: acercamiento al animal, en movimiento opuesto a la cultura que nos aleja de él ("una alquimia que transforma la pulsión de muerte a arranque de vida, de nueva significancia”, escribe en Poderes de la perversión). Pero su gestualidad, la expresividad de su rostro, nos trasmite algo mucho más complejo y multiforme. Su cara se transforma y pasa bruscamente del goce al asco, del dolor a la satisfacción, del terror a la serenidad, del éxtasis a la nostalgia. Lo que era uno, un solo cuerpo, un solo rostro, pasa a ser múltiple. En una de las escenas más extremas, quizá la única que raya el límite del horror, Marina de Van recurre de manera perturbadora al split screen, con la pantalla dividida en dos planos móviles que nos sugieren esa irreparable escisión. Podemos sentir identificación con ella -¿quién no ha disfrutado alguna vez apretándose un hematoma,o moviendo un diente a punto de caer?- pero no compartir su vivencia de la otredad de su cuerpo, vivencia radicalmente inexpresable que llega a anular el instinto de supervivencia, tanto físico como social.



Esta irreductibilidad a explicaciones psicoanalíticas, de la que Dans ma peau obtiene su desconcertante tensión cinematográfica, hace pensar inevitablemente en lo que Deleuze y Guattari llamaron el cuerpo sin órganos, el territorio de la experimentación, calculado milimétricamente para desobedecer y desarticular las configuraciones del cuerpo como producción capitalista -el organismo-, dejando fluir libremente el deseo. "¿Cómo liberarnos -se preguntaban en Mil mesetas- de los puntos de subjetivación que nos fijan, que nos clavan a la realidad dominante? (...) Deshacer el organismo nunca ha sido matarse, sino abrir el cuerpo a conexiones que suponen un agenciamiento, circuitos, conjunciones, niveles y umbrales, pasos y distribuciones de intensidad, territorios y desterritorializaciones medidas a la manera de un agrimensor". La protagonista parece configurar así un territorio (su cuerpo, la habitación del hotel) por donde el deseo fluya ajeno a toda referencia exterior, un deseo que no remita a una recompensa última -el placer, el orgasmo- ni obedezca a umbrales y normas externos. Ahora bien, los autores de El Anti-Edipo también advirtieron de los peligros de desorganizar el cuerpo para liberar sus intensidades: uno corre el riesgo de desintegrarse, de autodestruirse, convertirse en un "cuerpo de nada" sin más salida que la muerte. He mencionado antes la palabra "nostalgia" entre el vasto caleidoscopio de emociones que el rostro de De Van expresa en sus ritos de canibalización. En el tramo final de la película, la nostalgia parece adueñarse del personaje. No es tanto que tome conciencia del peligro al que se somete -terrible plano en que acerca la hoja de un cuchillo a su ojo, entre la ferocidad, el desafío y la ebriedad del riesgo- como que descubre dolorosamente la finitud de su carne, su temporalidad, en el maremágnum de su vivencia. Fotografía sus heridas, guarda fetiches de sus mutilaciones, intenta que trozos de su piel sobrevivan fuera de su cuerpo. ¿Una demostración de amor hacia él, una nueva configuración de este, o una nostalgia de la unidad perdida del organismo, un miedo repentino a la fragmentación del yo? De nuevo la película se mantiene en una calculada ambigüedad.

Cada espectador sacará sus propias conclusiones de este ejercicio de extraña y cruda precisión cinematográfica. Difícil sacar de la memoria el soberbio e inquietante plano final, cuyo contenido no voy a desvelar, pero que con una sutil evocación de Persona de Ingmar Bergman nos advierte de la fragilidad de los conceptos con que acotamos el yo, el cuerpo, el deseo. De que hay una parte de nosotros, cruda y primitiva, que siempre se resistirá al asedio de las convenciones simbólicas. De que ni podemos compartirla ni debemos perderla.