"Cuando Orfeo desciende hacia Eurídice, el arte es el poder por el cual la noche se abre. La noche por la fuerza del arte, lo acoge, se vuelve la intimidad acogedora, la unión y el acuerdo de la primera noche. Pero Orfeo desciende hacia Eurídice: para él, Eurídice es el extremo que el arte puede alcanzar, bajo un nombre que la disimula y bajo el velo que la cubre, es el punto profundamente oscuro hacia el cual parecen tender el arte, el deseo, la muerte, la noche. Ella es el instante en que la esencia de la noche se acerca como la otra noche.
Sin embargo, la obra de Orfeo no consiste en asegurar el acceso a ese «punto», descendiendo hacia la profundidad. Su obra es llevarlo hacia el día y darle, en el día, forma, figura, realidad. Orfeo puede todo, salvo mirar de frente ese «punto», salvo mirar el centro de la noche en la noche. Pero Orfeo, en el movimiento de su migración, olvida la obra que debe cumplir, y la olvida necesariamente porque la exigencia última de su movimiento no es que haya obra, sino que alguien se enfrente a ese «punto», capte su esencia allí donde esa esencia aparece, donde es esencial y esencialmente apariencia: en el corazón de la noche.
El mito griego dice: no se puede hacer obra si se busca la experiencia desmesurada de la profundidad por sí misma, experiencia que los griegos reconocen necesariamente como obra, experiencia en la que la obra se somete a la prueba de su desmesura. La profundidad no se entrega de frente, sólo se revela disimulándose en la obra. Respuesta capital, inexorable. Pero el mito también muestra que el destino de Orfeo es no someterse a esta ley última; y de modo evidente, al volverse hacia Eurídice vuelve a la sombra; la esencia de la noche, bajo su mirada, se revela como inesencial. Así traiciona a la obra, a Eurídice y a la noche. Pero no volverse a Eurídice, no sería menos traicionar, ser infiel a la fuerza sin mesura y sin prudencia de su movimiento, que no quiere a Eurídice en su verdad diurna y en su encanto cotidiano, que la quiere en su oscuridad nocturna, en su alejamiento, con su cuerpo cerrado y su rostro sellado, que quiere verla no cuando es visible, sino cuando es invisible, y no como la intimidad de una vida familiar, sino como la extrañeza de lo que excluye toda intimidad, no hacerla vivir, sino tener viva la plenitud de su muerte. (...)
Es inevitable que Orfeo no respete la ley que le prohibe «volverse», porque la violó desde sus primeros pasos hacia las sombras. Esto nos hace presentir que en realidad Orfeo no dejó de estar orientado hacia Eurídice: la vio invisible, la tocó intacta, en su ausencia de sombra, en esa presencia velada que no disimulaba su ausencia, que era presencia de su ausencia infinita. Si no la hubiera mirado, no la hubiese atraído y, sin duda, ella no está allí, pero él mismo, en esa mirada, está ausente, no está menos muerto que ella, no muerto con la tranquila muerte del mundo que es reposo, silencio y fin, sino con esa otra muerte que es muerte sin fin, prueba de ausencia sin fin.
Al juzgar la empresa de Orfeo, el día también le reprocha haber dado pruebas de impaciencia. El error de Orfeo parece ser entonces el deseo que lo lleva a ver y poseer a Eurídice: él, cuyo único destino es cantarle. Sólo es Orfeo en el canto, sólo puede relacionarse con Eurídice en el seno del himno, sólo tiene vida y verdad después del poema y por él, y Eurídice representa esta dependencia mágica que fuera del canto hace de él una sombra, y que sólo lo libera vivo y soberano en el espacio de la medida órfica.
Si, esto es cierto: sólo en el canto Orfeo tiene poder sobre Eurídice, pero también en el canto, Eurídice, ya está perdida, y Orfeo mismo es el Orfeo disperso que la fuerza del canto convierte desde ahora en «el infinitamente muerto». Pierde a Eurídice porque la desea más allá de los límites mesurados del canto, y se pierde a sí mismo, pero este deseo y Eurídice perdida y Orfeo disperso son necesarios al canto, como a la obra le es necesaria la prueba de la inacción eterna. Orfeo es el culpable de la impaciencia. Su error es querer agotar el infinito, poner término a lo interminable, no sostener interminablemente el movimiento de su error."
(Maurice Blanchot, "La mirada de Orfeo", en El espacio literario)