martes, 1 de julio de 2014

Elizabeth Bishop: 'The Man-Moth'






(Imagen: Jaroslaw Kubicki)





EL HOMBRE POLILLA



Aquí, arriba,
las grietas de los edificios se rellenan con luz de luna machacada.
La sombra entera  del Hombre no es mayor que su sombrero.
Yace a sus pies como un pedestal en círculo para una muñeca,
y él crea una aguja invertida, punta magnetizada hacia la luna.
No ve la luna; observa sólo sus vastas posesiones,
siente su extraña luz sobre sus manos, ni cálida ni fría,
de una temperatura irregistrable por los termómetros.


Pero cuando el Hombre Polilla
tributa sus raras, aunque periódicas, visitas a la superficie,
la luna le parece diferente. Él emerge
de una rendija bajo el borde de una de las aceras
y nerviosamente empieza a escalar los muros de los edificios.
Cree que la luna es un pequeño agujero en lo alto del cielo,
demostrando que el cielo no sirve de protección.  
Se estremece, pero debe investigar trepando hasta donde pueda.


Por las fachadas,
arrastrando tras de sí su sombra como un paño de fotógrafo
escala con temor, pensando que esta vez sí llegará
a meter su pequeña cabeza en esa limpia y redonda abertura
y atravesarla, como a través de un tubo, hecho volutas negras en la luz.
(El hombre, quieto debajo de él, no tiene esas ilusiones.)
Pero el Hombre Polilla debe hacer lo que más teme, aunque
fracase, por supuesto, y caiga asustado y por completo indemne.


            Después vuelve
a los pálidos túneles de cemento a los que llama hogar. Aletea,
revolotea, y se sube a los trenes silenciosos sin tiempo
de acomodarse. Las puertas se cierran muy deprisa.
El Hombre Polilla se sienta siempre en sentido contrario
y el tren arranca de golpe a toda máquina, velocidad terrible,
sin cambiar de marchas ni aumentar gradualmente.
No puede calcular cómo de rápido viaja hacia atrás.


            Cada noche debe
viajar por galerías artificiales y soñar sueños recurrentes.
Como los tirafondos bajo el tren, aquellos se repiten por debajo
de su mente acelerada. No se atreve a mirar por la ventana,
pues el tercer raíl, la incesante corriente de veneno,
pasa allí a su lado. Lo concibe como una enfermedad
a la que es susceptible por herencia. Debe mantener
las manos en los bolsillos, como otros llevan bufandas.


            Si lo alcanzas,
acerca una linterna a sus ojos. Son solo pupila negra,
una noche entera en sí misma, cuyo horizonte de vello se estrecha
al mirarte, y de pronto cerrarse. Luego desde los párpados
su única posesión, una lágrima, como aguijón de abeja, se desliza.
Furtivamente la atrapa, y si no prestas atención
se la traga. Pero si miras, la ofrecerá en la palma de su mano,
fresca de manantiales subterráneos y tan pura como para beberse.
  


***


Here, above,
cracks in the buildings are filled with battered moonlight.
The whole shadow of Man is only as big as his hat.
It lies at his feet like a circle for a doll to stand on,
and he makes an inverted pin, the point magnetized to the moon.
He does not see the moon; he observes only her vast properties,
feeling the queer light on his hands, neither warm nor cold,
of a temperature impossible to record in thermometers.

                     But when the Man-Moth
pays his rare, although occasional, visits to the surface,
the moon looks rather different to him. He emerges
from an opening under the edge of one of the sidewalks
and nervously begins to scale the faces of the buildings.
He thinks the moon is a small hole at the top of the sky,
proving the sky quite useless for protection.
He trembles, but must investigate as high as he can climb.

                     Up the façades,
his shadow dragging like a photographer’s cloth behind him
he climbs fearfully, thinking that this time he will manage
to push his small head through that round clean opening
and be forced through, as from a tube, in black scrolls on the light.
(Man, standing below him, has no such illusions.)
But what the Man-Moth fears most he must do, although
he fails, of course, and falls back scared but quite unhurt.


                   Then he returns
to the pale subways of cement he calls his home. He flits,
he flutters, and cannot get aboard the silent trains
fast enough to suit him. The doors close swiftly.
The Man-Moth always seats himself facing the wrong way
and the train starts at once at its full, terrible speed,
without a shift in gears or a gradation of any sort.
He cannot tell the rate at which he travels backwards.

                     Each night he must
be carried through artificial tunnels and dream recurrent dreams.
Just as the ties recur beneath his train, these underlie
his rushing brain. He does not dare look out the window,
for the third rail, the unbroken draught of poison,
runs there beside him. He regards it as a disease
he has inherited the susceptibility to. He has to keep
his hands in his pockets, as others must wear mufflers.

                     If you catch him,
hold up a flashlight to his eye. It’s all dark pupil,
an entire night itself, whose haired horizon tightens
as he stares back, and closes up the eye. Then from the lids
one tear, his only possession, like the bee’s sting, slips.
Slyly he palms it, and if you’re not paying attention
he’ll swallow it. However, if you watch, he’ll hand it over,
cool as from underground springs and pure enough to drink.





(Elizabeth Bishop, "The Man-Moth".
Traducción: Rubén Martín.)






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