sábado, 8 de diciembre de 2012

2012, el año en que el mundo no terminó



 



2012, el año en que el mundo empezó a terminar, al menos el mundo tal como creíamos que podía seguir siendo para nosotros. Pero además del año en que se demostró la obsolescencia programada del "estado de bienestar", los derechos sociales y la soberanía de los gobiernos del sur de Europa, ha sido también una época extraordinariamente inspiradora a nivel artístico.

Empecemos por el cine. Una metáfora que concentra, con asfixiante precisión, la ausencia de conflicto real en que estamos atrapados: una muchedumbre furiosa que sacude y empuja de un lado a otro una enorme limusina, en cuyo interior insonorizado un multimillonario que se plantea comprar la Capilla Rothko entera divaga tranquilamente con su asesora acerca de economía. Es una de las escenas de Cosmópolis, película que nos devuelve al Cronenberg más incómodo, más extremo. Experto en traducir a imágenes libros inadaptables, el canadiense opta en esta ocasión no por una penetración oblicua en el universo del material original (como en los casos de Crash y El almuerzo desnudo), sino por una fidelidad casi suicida al ritmo, los diálogos y las situaciones concebidas por Don DeLillo en su imprescindible novela. Quizá sea sintomática la incapacidad de la crítica oficial para valorar esta densa obra, un análisis quirúrgico de las psicopatías del nuevo orden mundial y su contínua necesidad de autodestrucción.





Pero la nueva obra cinematográfica más impactante y renovadora que he tenido ocasión de ver en este 2012 es mérito de Leos Carax: Holy Motors. Siempre me fascinó aquella escena de Mulholland Drive (David Lynch, 2001) en que la meliflua aspirante a actriz interpretada por Naomi Watts es evaluada en un casting, y de repente vemos cómo durante la representación se crece hasta niveles de dramatismo y sensualidad insólitos, para después volver de repente a su tenue e infantiloide personalidad "real". Holy Motors, en cierto modo, es una evolución de este planteamiento llevada hasta sus últimas consecuencias. Cualquier intento de resumir su trama o sus implicaciones filosóficas es un ejercicio banal, pero podemos apuntar que la película de Carax inaugura un modo de relación con el espectador completamente distinto, en el que las vivencias más relevantes y profundas de la condición humana -amor, muerte, belleza, dolor- se muestran como productos de un interminable y desconcertante juego de máscaras y superficies, una mise en abîme tan hilarante como mortalmente seria. No recomiendo a quien no la haya visto todavía que pulse el play en este vídeo, dado que se trata de la penúltima secuencia del film, pero es sin duda de uno de los tramos de celuloide más alucinantes, subversivos y brutales que he visto jamás, en el que no pude dejar de reír a carcajadas de puro asombro. Una película monumental que redefine las posibilidades e imposibilidades del cine como arte.






En cuanto a los libros, aún me quedan muchas sorpresas de este 2012 por leer. Pero el territorio de la poesía española -el territorio de la poesía viva, cada vez más desapegado, por suerte, del imperio de lo banal, egotista y previsible- nos ha ofrecido como mínimo dos novedades de impacto que abren senderos no transitados: Ruido blanco de Raúl Quinto (La Bella Varsovia) y Caoscopia de Yaiza Martínez (Amargord). Dos poemarios muy diferentes que comparten la inquietud por la capacidad del lenguaje a la hora de representar una realidad mutante, esquiva, ahogada entre representaciones y artificios. La realidad del deseo como encuentro, como pulsión que pone en juego toda nuestra existencia, en la lírica rizomática de Caoscopia, y la (im)posibilidad de comunicación en un maremágnum de mensajes vacíos, de superficies inexpresivas y herméticas, en los textos asfixiantes e implacablemente lúcidos de Ruido blanco. Ambos libros proporcionan una emoción análoga: la de abrir las venas al mundo (Yaiza Martínez), la de disfrutar del poder del lenguaje para reestructurar, deconstruir y deshabitar los lugares comunes, lo que se nos quiere imponer como real. El poder de toda poesía merecedora tal nombre.






Y por último, la música: 2012 está siendo en mi opinión uno de los mejores años en cuanto a lanzamientos discográficos del nuevo milenio. Aún queda mucho por descubrir, pero dejando en un meritorio segundo plano los notables regresos de Dead Can Dance y Fiona Apple, los siempre interesantes Sigur Ros y Godspeed You! Black Emperor o la confirmación de The XX como uno de los proyectos recientes de pop melódico más estimables, destacaría cuatro retornos por todo lo alto de músicos de las anteriores décadas que han firmado este año obras extraordinarias. Por orden cronológico, la primera sorpresa ha sido Blues Funeral de Mark Lanegan Band, a mi juicio el mejor trabajo hasta la fecha de este veterano y carismático cantante. Disco posmoderno por su variedad de registros (desde el stoner rock al blues pasando incluso por la electrónica bailable, que contra todo pronóstico regala uno de los momentos más inspirados), pero casi arcaico en su concepción de la música como un diálogo íntimo, la complicidad directa de una voz inusualmente poderosa y emotiva que parece entregarse por completo en cada frase a sus oyentes.





Otra formación fundamental de los 90, Neurosis, han vuelto a la carga con Honor Found in Decay, tremebundo disco en el que el grupo de San Francisco sigue demoliendo los estándares del metal mediante su habitual estética del cataclismo. En cierto modo es un resumen de toda su carrera, en el que todos sus rasgos de estilo se muestran en su máxima potencia: los ritmos primitivos y terriblemente físicos, la densidad apocalíptica de los riffs, los temas épicos, rugosos e imprevisibles que envuelven en una contínua sensación de inminente desmoronamiento universal. Neurosis vuelven a escribir una banda sonora verosímil para el fin de los mundos.



Volvemos atrás en el tiempo a los años 80 para testificar el retorno de Swans con uno de los lanzamientos más ambiciosos de su larga e imprescindible carrera: The Seer. Un doble álbum en el que Michael Gira se rodea de una instrumentación imponente -cercana a la del mejor krautrock- para crear dos horas de extrema densidad sonora, un disco exigente, denso y sin concesiones (con temas de hasta más de 30 minutos), salvaje y dionisíaco, que ha impuesto su presencia en todas las listas de los discos más importantes del año.



Y por último, la sorpresa de Navidad de un músico aún más veterano y polémico. Nada menos que Scott Walker, que seis años después de The Drift -una de las indiscutibles obras maestras de la pasada década- firma otro prodigio, Bish Bosch. Muchos esperábamos un silencio aún más largo, por lo que este disco es un fantástico regalo navideño que forma un tríptico delirante junto a sus dos anteriores trabajos. Al igual que en ellos, Walker bucea en alma y cuerpo en la vanguardia musical más inclasificable, creando una música cuya única regla es la imprevisibilidad más absoluta, un universo sonoro en el que no solo puede ocurrir cualquier cosa, sino que uno tiene la certeza de que ocurrirá, tarde o temprano, en cada una de sus piezas.

Una buena forma de celebrar 2012, el año en que el mundo no terminó.











 


  


domingo, 7 de octubre de 2012

la máquinahamlet




ACTORHAMLET:
Yo no soy Hamlet. No represento a nadie. Mis palabras no dicen nada. Mis pensamientos lamen la sangre de las imágenes. Mi obra ya no se representa. El escenario detrás de mí fue construido por gente a quien no le importa mi drama, para gente a quien no le interesa. A mí tampoco me importa. No voy a actuar ya. Sin que el actor lo perciba, los utileros traen un refrigerador y tres televisores. Zumbido del refrigerador. Tres canales sin sonido. El escenario es un monumento. Representa a un hombre que hizo historia, amplificado cien veces. La petrificación de una esperanza, su nombre es intercambiable. La esperanza no se cumplió. El monumento está tirado en el piso, demolido por quienes lo sucedieron en el poder, tres años después del funeral oficial del líder más odiado y amado. La piedra está invadida. La población más pobre de la capital reside en las amplias aberturas de la nariz y los canales auditivos, en los pliegues de la piel y del uniforme. Después de un lapso de tiempo adecuado, la insurrección germina del monumento derribado. Mi drama, si aún pudiera representarse, se actuaría en tiempos de insurrección. La insurrección inicia con un paseo. Contra las leyes del tránsito, en horas de oficina. Los transeúntes se adueñan de la calle. Aquí y allá, vuelcan algún auto. Pesadilla del lanzador de cuchillos: lentamente se desplazan por una calle en un solo sentido hasta llegar de forma irrevocable a un estacionamiento cercado por ciudadanos armados. Los policías son barridos hacia los costados si interfieren el paso. Cuando la procesión se aproxima al sector gubernamental, es detenida por una línea policíaca. La gente forma grupos de los que emergen oradores. En el balcón de un edificio del gobierno, un hombre mal enfundado en un esmoking aparece y también comienza a hablar. Cuando lo alcanza la primera piedra, se refugia detrás de la puerta doble de cristal blindado. El reclamo por mayor libertad se transforma en un grito a favor del derrocamiento del gobierno. La gente empieza a desarmar a la policía, se asaltan dos, tres edificios, una prisión, una jefatura, una oficina de la policía secreta, se cuelga de cabeza a una docena de serviles de la clase dominante, el gobierno recurre al ejército, a los tanques.



Mi lugar, si mi drama todavía se estuviera representando, estaría a ambos lados del frente, en medio de las líneas frontales, por encima de ellas. De pie, en medio de la fetidez de la masa, le tiro piedras a la policía soldados tanques cristal blindado. Miro a través del vidrio a la masa que se agolpa y aspiro el sudor de mi miedo. Ahogado por la nausea, agito mi puño contra mí, detrás del vidrio blindado. Entre el miedo y el desprecio, me veo en medio de la agolpada muchedumbre, con espuma en la boca, agitando el puño en mi contra. Cuelgo de cabeza a mi propia carne uniformada. Soy el soldado en el nido de la metralleta, mi cabeza debajo del casco está vacía, no escucho el grito sofocado bajo las orugas del tanque. Yo soy la máquina de escribir. Cuando los cabecillas son ahorcados les cierro el nudo, pateo el taburete de sus pies, me quiebro el cuello. Yo soy mi propio prisionero. Voluntariamente alimento con mis datos a las computadoras. Mi papel es el de la saliva y el escupitajo el cuchillo y la herida el colmillo y la garganta el cuello y la soga. Yo soy la base de datos. Sangro en medio de la multitud, recobro el aliento detrás de la puerta. Segrego una flema de palabras desde mi burbuja impermeable al sonido, por encima de la batalla. Así fue como mi drama no sucedió. El guión se perdió. Los actores colgaron sus rostros en el gancho del vestidor. El apuntador se pudre en su nicho. Sobre las butacas los espectadores inertes yacen disecados. Así que me voy a casa, a matar el tiempo, unido / a mi Yo no dividido.



 


El asco diario Asco
A la verborrea prefabricada del entusiasmo sin credo
¿Cómo deletreas COMFORT?
Danos Señor el homicidio nuestro de cada día
Porque tuya es la nada Asco
De las mentiras que deben ser creídas
Por los mentirosos y por nadie más Asco
De las mentiras que son asimiladas Asco
Del hocico de los manipuladores marcados
Por la lucha en pos de puestos votos cuentas bancarias
Asco La publicidad cruza en carro alegórico blandiendo su guadaña
Atravieso las calles tiendas rostros
Con la cicatriz de la lucha por el consumo Pobreza
Sin dignidad Pobreza sin la dignidad
Del cuchillo la nudillera el puño armado
El cuerpo humillado de las mujeres
Esperanza de generaciones
Ahogada en sangre cobardía estupidez
Risas desde un vientre muerto
Hail Coca Cola
Mi reino
Por un asesino

YO FUI MACBETH EL REY ME HABÍA OFRECIDO A SU TERCER CONCUBINA
CONOCÍA CADA UNO DE LOS LUNARES EN SUS CADERAS RASKOLNIKOV SE ACERCA AL CORAZÓN BAJO
EL ÚNICO ABRIGO / EL HACHA / PARA EL ÚNICO CRÁNEO / DE LA USURERA.

En la soledad de los aeropuertos
Recobro el aliento Soy
Un privilegiado Mi asco
Es un privilegio
Protegido con tortura
Alambre de púas Prisión.





 
Fotografía del autor
Ya no quiero comer beber respirar amar a una mujer a un hombre a un niño a un animal. Ya no quiero morir. Ya no quiero matar.
Rompe la fotografía del autor.

Desgarro mi carne sellada. Quiero reposar en mis venas, en la médula de mis huesos, en el laberinto de mi cráneo. Me retraigo hacia mis entrañas. Me abrigo en mis excrementos, en mi sangre. En alguna parte están descuartizando cuerpos para que yo pueda sentarme sobre esta mierda. En alguna parte están descuartizando cuerpos para que pueda estar por fin solo con mi sangre. Mis pensamientos son suturas. Mi cerebro es una cicatriz. Quiero ser una máquina. Los brazos aferran las piernas desplazan, ningún dolor ningún pensamiento.

Las pantallas de TV se apagan. Fluye sangre del refrigerador. Tres mujeres desnudas: Marx, Lenin, Mao. Dicen simultáneamente el siguiente texto, cada uno en su idioma:
¡¡¡NUESTRA PRIORIDAD ES DERROCAR TODAS LAS CONDICIONES EXISTENTES…!!! El actor que interpreta a Hamlet se maquilla y se coloca su vestuario.

HAMLET EL DANÉS PRÍNCIPE Y PASTO DE GUSANOS
TROPEZANDO DE FOSA EN FOSA HACIA LA FOSA FINAL
INDIFERENTE A SUS ESPALDAS EL FANTASMA QUE ALGUNA VEZ
LO ENGENDRÓ SUCIO COMO LA CARNE DE OFELIA EN EL LECHO DEL PARTO
Y ANTES DE QUE EL GALLO CANTE POR TERCERA VEZ
EL BUFÓN LE ARRANCARÁ SU GORRA DE CASCABELES AL FILÓSOFO
UN MASTÍN CORPULENTO SE ARRASTRA DENTRO DE LA ARMADURA

Entra en la armadura, hiende el hacha en los cráneos de Marx Lenin Mao. Nieve. Edad de hielo.





(texto: Heiner Müller, La Máquina Hamlet, 1977 -fragmento-)

(traducción: Sergio Santiago Madariaga)

(imágenes: "actuación policial" de los antidisturbios españoles durante la manifestación del 25 de septiembre de 2012 en Madrid)

domingo, 5 de agosto de 2012

un estudio sobre lo incomunicable: "Dans ma peau"





Dans ma peau (Marina de Van, 2002) es una de las películas más turbadoras y complejas que he tenido oportunidad de ver en estos últimos años. Es preciso advertir que, pese a tratarse de una experiencia cinematográfica en ocasiones extrema, en la que la directora es también protagonista y guionista -lo cual no es anecdótico y acerca la obra al terreno de la performance, dado el carácter literalmente visceral de algunas de sus secuencias-, se le ha atribuido un vínculo al "nuevo terror francés" que no le hace justicia: la comparación entre esta cinta y productos como Martyrs es bastante superficial. Se trataría en todo caso de un terror distinto, resultado de la exploración de lo inexpresable, lo crudo, lo radicalmente otro que se oculta en lo más íntimo e intransferible.

El argumento es sencillo y resumible en pocas líneas, aunque sus implicaciones y resonancias se prolonguen mucho más allá. Creo que será inevitable desvelar algunos puntos claves de la trama, así que recomiendo a quienes no la hayan hecho que la vean antes de proseguir la lectura si son especialmente sensibles a los spoilers, o -para los menos crédulos- que paren de leer justo en el momento en que su interés por la película se haya encendido lo suficiente como para sumergirse en la incómoda contundencia de sus noventa minutos.

Podría resumirse así: la protagonista es una joven entregada a su trabajo para una agencia de relaciones públicas, donde prepara informes con una dedicación casi artística. Nada parece indicarnos que sea infeliz, aunque pudiera haber algo irritante en su obstinación laboral. También parece disfrutar de una relación de pareja cómoda y sin conflictos. Hasta el momento en que se hiere accidentalmente la pierna, tras sentir el impulso de estar sola en una fiesta donde en un principio parece dispuesta a "hacer méritos" sociales para ascender en la empresa. A partir de esa herida desarrolla una relación cada vez más extraña y obsesiva con su cuerpo. Siente el impulso adictivo de hundirse en él, de experimentar con los límites del dolor y de la piel. Lo siente como algo ajeno y deseable, y ese deseo la obliga a poner en riesgo los que hasta ahora eran los pilares de su existencia social, e incluso su propia vida física.



Como puede apreciarse, este punto de partida no parece lejano a ciertos relatos fílmicos acerca de sexualidades alternativas, así como de lo que podría llamarse el "cine de la adicción". Es inevitable la analogía con ciertas obras de David Cronenberg, con las que Dans ma peau comparte incluso algunos rasgos estilísticos: una aparente austeridad formal, un tempo mesurado que se beneficia de un ajustadísimo metraje, y la opción del desenlace abierto y ambiguo. Sin embargo, mientras que en Cronenberg resulta fundamental la noción de contagio, la trasmisión vírica de una "patología" de unos individuos a otros que solo se comunican a través de ella, en la obra que nos ocupa la obsesión es autárquica y autista, empieza y acaba en el cuerpo de la protagonista, "en su piel". Se relaciona tan solo con ella misma: tras un frustrado intento de comunicar su descubrimiento -se automutila a escondidas en la oficina, y trata de contárselo a una compañera con una excitación casi adolescente, como quien confiesa algo sexual-, se da cuenta de que no puede compartir su obsesión, de que choca frontalmente con el asco, el miedo, la repulsión de quienes la rodean. A partir de ahí comienza a indagar más aún, preparando coartadas que expliquen sus heridas autoinfligidas o citas furtivas con su propio cuerpo: resulta inquietante ver cómo organiza sus encuentros consigo misma en habitaciones de hotel, con la meticulosa devoción de quien queda con su amante, y se entrega a su pasión con una animalidad cada vez mayor y más peligrosa.

Precisamente este sendero en apariencia masoquista ha permitido que también se compare este personaje con La pianista de Michael Haneke, sin demasiado acierto, aunque la analogía permite apreciar la muy superior categoría artística de la película de Marina de Van. Mientras que el director austríaco nos bombardea con un entorno represivo para explicar la perversión sexual del personaje interpretado por Isabelle Huppert (una madre devoradora, un ambiente cultural elitista e hipócrita, etc), nuestra autora traza las coordenadas de la "normalidad" con una sutileza casi quirúrgica. No hay ninguna coartada psicologista que justifique o explique la violenta forma en que Esther, la protagonista, se canibaliza a sí misma. Su trabajo la absorbe, pero no hasta el punto de verse asfixiada: parece satisfecha con él, percibe sus avances como logros personales y tiene la oportunidad de medrar. Se enfrenta al resentimiento de una compañera, que la considera una arribista, pero no se trata de un conflicto que parezca desestabilizarla emocionalmente. Su pareja es un hombre algo pueril, celoso y brusco, pero no hasta el punto de ser repulsivo: no resulta difícil imaginar que actuaríamos como él de estar en su situación. Ella parece quererlo y estar cómoda a su lado, pese a que es incapaz de compartir con él su autodescubrimiento. Incluso tiene relaciones sexuales con él después del accidente, situación que De Van resuelve con una pudorosa y clásica elipsis que denota la escasa relevancia que tiene para ella ese acontecimiento.



Pero el contraste entre esa vida convencional de clase media, esa normalidad tan perfectamente delimitada, y los encuentros de la mujer con su propio cuerpo, apasionados, brutales, sanguinarios, concentra en sí una fuerza estética que sobrecoge. La fricción entre ambos mundos se hace insostenible y pone en peligro su estatus laboral y personal. Ante las preguntas de su novio de por qué siente el impulso de automutilarse, ella responde "siempre buscas significados", frase profundamente sintomática del carácter presimbólico, irreductible al lenguaje, de su goce. Hay algo de ritualidad obsesiva en la manera en que la protagonista indaga en la experiencia de su cuerpo, como si solo pudiera llegarse a esa zona mediante un concienzudo acto de despojamiento, de oblicuidad, de rechazo, manifiesto en las posturas de sus miembros, el contacto con sus diferentes zonas corporales, el valor que cobran los objetos como herramientas o interruptores del flujo de la libido. Como espectadores asistimos con pasmo al agigantamiento del personaje en las secuencias en que se entrega a su obsesión: la oficinista, con sus intrascendentes logros y miserias, superficial y carente de interés, se convierte en un ser fascinante. Resulta casi imposible traducir a palabras, a conceptos, la experiencia física que Marina de Van pone ante la cámara con una implacable e insólita interpretación. Hay mucho de sexualidad narcisista, sin duda, en la forma en que se hiere, rasga su ropa, se embadurna en su sangre, muerde o sorbe sus heridas, acentuada por el carácter furtivo del que hemos hablado. También de abyección, en el sentido que dio Julia Kristeva a este término: acercamiento al animal, en movimiento opuesto a la cultura que nos aleja de él ("una alquimia que transforma la pulsión de muerte a arranque de vida, de nueva significancia”, escribe en Poderes de la perversión). Pero su gestualidad, la expresividad de su rostro, nos trasmite algo mucho más complejo y multiforme. Su cara se transforma y pasa bruscamente del goce al asco, del dolor a la satisfacción, del terror a la serenidad, del éxtasis a la nostalgia. Lo que era uno, un solo cuerpo, un solo rostro, pasa a ser múltiple. En una de las escenas más extremas, quizá la única que raya el límite del horror, Marina de Van recurre de manera perturbadora al split screen, con la pantalla dividida en dos planos móviles que nos sugieren esa irreparable escisión. Podemos sentir identificación con ella -¿quién no ha disfrutado alguna vez apretándose un hematoma,o moviendo un diente a punto de caer?- pero no compartir su vivencia de la otredad de su cuerpo, vivencia radicalmente inexpresable que llega a anular el instinto de supervivencia, tanto físico como social.



Esta irreductibilidad a explicaciones psicoanalíticas, de la que Dans ma peau obtiene su desconcertante tensión cinematográfica, hace pensar inevitablemente en lo que Deleuze y Guattari llamaron el cuerpo sin órganos, el territorio de la experimentación, calculado milimétricamente para desobedecer y desarticular las configuraciones del cuerpo como producción capitalista -el organismo-, dejando fluir libremente el deseo. "¿Cómo liberarnos -se preguntaban en Mil mesetas- de los puntos de subjetivación que nos fijan, que nos clavan a la realidad dominante? (...) Deshacer el organismo nunca ha sido matarse, sino abrir el cuerpo a conexiones que suponen un agenciamiento, circuitos, conjunciones, niveles y umbrales, pasos y distribuciones de intensidad, territorios y desterritorializaciones medidas a la manera de un agrimensor". La protagonista parece configurar así un territorio (su cuerpo, la habitación del hotel) por donde el deseo fluya ajeno a toda referencia exterior, un deseo que no remita a una recompensa última -el placer, el orgasmo- ni obedezca a umbrales y normas externos. Ahora bien, los autores de El Anti-Edipo también advirtieron de los peligros de desorganizar el cuerpo para liberar sus intensidades: uno corre el riesgo de desintegrarse, de autodestruirse, convertirse en un "cuerpo de nada" sin más salida que la muerte. He mencionado antes la palabra "nostalgia" entre el vasto caleidoscopio de emociones que el rostro de De Van expresa en sus ritos de canibalización. En el tramo final de la película, la nostalgia parece adueñarse del personaje. No es tanto que tome conciencia del peligro al que se somete -terrible plano en que acerca la hoja de un cuchillo a su ojo, entre la ferocidad, el desafío y la ebriedad del riesgo- como que descubre dolorosamente la finitud de su carne, su temporalidad, en el maremágnum de su vivencia. Fotografía sus heridas, guarda fetiches de sus mutilaciones, intenta que trozos de su piel sobrevivan fuera de su cuerpo. ¿Una demostración de amor hacia él, una nueva configuración de este, o una nostalgia de la unidad perdida del organismo, un miedo repentino a la fragmentación del yo? De nuevo la película se mantiene en una calculada ambigüedad.

Cada espectador sacará sus propias conclusiones de este ejercicio de extraña y cruda precisión cinematográfica. Difícil sacar de la memoria el soberbio e inquietante plano final, cuyo contenido no voy a desvelar, pero que con una sutil evocación de Persona de Ingmar Bergman nos advierte de la fragilidad de los conceptos con que acotamos el yo, el cuerpo, el deseo. De que hay una parte de nosotros, cruda y primitiva, que siempre se resistirá al asedio de las convenciones simbólicas. De que ni podemos compartirla ni debemos perderla.


 







miércoles, 11 de abril de 2012

"ruido blanco": dos poemas de raúl quinto



ALEACIONES

Cables de acero atravesando la espina dorsal del equilibrista ciego, la misma ingeniería anudándose en el tuétano febril de los edificios. Desnudez de vértebra. Desnudez geométrica del cordaje de la red. Desnudez helada del material quirúrgico sobre el escenario. Aplauso cerrado.

Nuestros labios sangrando en un beso de cristales rotos.

Espectros de hombres desnudos bailando al ritmo desenfrenado de un contador geiger.

El rostro disuelto de Robert Oppenheimer, un taladro de cuarzo perfora su garganta: brota del agujero la arena del desierto de Los Álamos, brota de sus ojos la sombra coagulada de unos ojos cerrados, brota de la palma de sus manos los ojos abiertos de la luz absoluta.

El blanco polar del incendio. Mi corazón clavado sobre tu almohada con una aguja de hacer punto, la desesperación con que lo lames. El impulso frenético del hueco del ascensor, la extrema vertical de los cables de acero. La tensión de los puentes.

El acero trenzado como un susurro de serpientes en el interior de los huesos. El rostro de nadie bajo la lluvia ácida, la voluntad ciega del osteosarcoma.

Nuestros labios deshechos en su propia saliva.








CHRISTINE CHUBBUCK


Árboles abatidos en el bosque vacío.

El posible temblor de la madera

contra las hojas secas. Mera hipótesis.

El sonido sin nadie

para escucharlo no es sonido.

Tampoco existe el árbol.

.

Aquello de los ojos de los otros.

.

De su tacto. Del centro

exterior. De la forma

como efecto de la sombra.

.

Aquellos ojos que nos miran ahora,

.

susurrando a la cámara:

por favor,

no dejes de grabar.





(Raúl Quinto, Ruido blanco, La Bella Varsovia, 2012)




jueves, 15 de marzo de 2012

(homenaje a) Unica Zürn



Ella no logra decir ‘yo’, tampoco unir las cuatro líneas de un cuadrado como el médico le ordena. Ni abandonar la dicha de trazar una mujer cuya boca sonríe entre sus mismas piernas; está el problema de los dientes, encajarlos dentro de su cabeza o de su sexo. Así que los dibuja fuera. Se toca un poco las encías. Piensa: mis pensamientos son apócrifos. La frase se retuerce, engendra impresionante cosmos, siamés inconformista y ósmosis pasmosa. ‘Firme aquí’, le dicen. Se ve a sí misma escribir: mi nombre es látigo, y sus palabras ríen, deshacen y componen un tejido inagotable, hacen el amor consigo mismas: libero magnetismo – ágilmente sombrío – bimetalismo negro – gelatinoso mimbre – símbolo emigrante. Transforma su locura imaginaria en irracional amiga, o mala irrigación. ¿Y si el papel en blanco es ella misma, la blancura transparente de su torso que deja ver arterias, capilares, finísimas ramificaciones como un bosque de lenguaje que se agita al respirar? El médico murmura: esta mujer es peligrosa, está radicalmente viva.





(imágenes: Unica Zürn)

(texto: R.M.)



sábado, 28 de enero de 2012

himno a la materia



Universal materia, duración sin límites, éter sin orillas,
triple abismo de las estrellas,
de átomos y de generaciones.






Tú que te desbordas y disuelves

nuestras medidas
y nos revelas
las dimensiones de Dios.
Bendita seas, materia mortal,
disociándote un día en nosotros
nos introduces a la fuerza
en el corazón mismo de lo que es.










Sin ti, materia,
sin tus ataques, sin tus arranques,
viviríamos inertes,
estancados, pueriles.
Tú que resistes y que cedes,
tú que transformas y construyes,
tú que encadenas y liberas,
tú que castigas y que curas.






Bendita seas, poderosa materia,
evolución irresistible,
realidad siempre naciente
que haces estallar
nuestros esquemas,

potencia de acercamiento
y de unión.




.


(texto: Pierre Teilhard de Chardin;
versión de Antonio Arias)

.

(imágenes: Russell Mills, Guillermo Pedrosa, Salvador Soria,
Lucio Muñoz, Francisco Farreras, Manuel Rivera,
Gustavo Torner, Manuel Millares,
Paula Figoli, Luis Feito
)